22 de Julio de 2021
San José Benito Cottolengo
Muy estimados Amigos:
En Turín (norte de Italia) todos conocen la “Pequeña Casa de la Divina Providencia” y la llaman con el nombre de su fundador : “El Cottolengo”. Esa casa alberga a más de cuatrocientas personas asistidas ; junto a las dependencias para discapacitados funciona el hospital, que dispone de doscientas tres camas. Más de seiscientas religiosas se desviven por servir a los enfermos. En total, mil doscientos voluntarios de la Asociación Benedetto Cottolengo trabajan en el instituto, el cual acoge, tanto en Turín como en otros lugares, a dos mil personas. « La razón de ser de esta Pequeña Casa —decía el Papa Francisco— no es el asistencialismo, o la filantropía, sino el Evangelio : el Evangelio del amor de Cristo es la fuerza que le dio origen y la que le hace ir hacia adelante : el amor de predilección de Jesús por los más frágiles y los más débiles. Esto está en el centro. Y por eso una obra como ésta no sale adelante sin la oración, que es la primera y más importante tarea de la Pequeña Casa, como le gustaba repetir a vuestro fundador, y como demuestran los seis monasterios de las Hermanas de vida contemplativa que están vinculados a la misma obra » (21 de junio de 2015).
José Benito Cottolengo nace el 3 de mayo de 1786 en Bra, población situada al sur de Turín. Es el primogénito de una modesta familia burguesa. Su padre ejerce la profesión de preceptor. Su madre, que es muy piadosa, asiste todos los días a Misa. Seguirán once hijos, seis de los cuales morirán a tierna edad, y dos se consagrarán al Señor, como el hermano mayor. José Benito se distingue pronto por su ternura de corazón y buen juicio, pero también por la vivacidad de su temperamento. Bajo la dirección del párroco de Bra, se corrige progresivamente de su tendencia al arrebato y a la ira. En la escuela, sin embargo, tiene la cabeza muy dura : « ¡ Vosotros lo entendéis enseguida, y yo no entiendo nada ! » —lamenta el niño ante sus compañeros. José Benito no desea instruirse con la finalidad de conseguir una buena posición, sino para llegar a ser santo. Su madre le sugiere que invoque a santo Tomás de Aquino. Su plegaria es escuchada, por lo que, poco a poco, se sitúa entre los primeros de la clase. Pronto da muestras de ser muy consciente de la presencia de Dios, lo que queda escrito en sus cuadernos : « Dios me ve », y repite con frecuencia : « ¡ In Domino ! » (ser y actuar en Dios). Su devoción hacia la Virgen María despierta muy pronto, e invita a los miembros de su familia a rezar el Rosario con él. Su madre le inculca la preocupación por los pobres, encargándole de entregarles dinero, alimento o ropa. De adolescente, él mismo se convierte en maestro en el arte de mendigar para « sus pobres » ante sus padres, amigos y conocidos. Combinando ascesis y caridad, a menudo guarda el postre y la merienda en el bolsillo para repartirlos. Al cumplir los diecisiete años busca su camino a seguir, dudando entre la vida religiosa y el clero secular. Reza con frecuencia e intensamente para conocer la voluntad de Dios.
En 1802 los ejércitos de Napoleón Bonaparte imponen su ley en el Piamonte, cerrando la Universidad de Turín. José Benito se beneficia entonces de las clases de dos profesores de la Facultad de Teología refugiados en Bra. En 1805 entra en el seminario de Asti, ya que su pueblo natal ha sido incluido en esa diócesis. Allí destaca por su devoción, buena conducta y elocuencia natural, hasta el punto de recibir el sobrenombre de “Cicerón”. Tras ser ordenado sacerdote a los veinticinco años, el 8 de junio de 1811, enseguida ejerce en Bra su entusiasmo por los pobres y pecadores antes de ser nombrado vicario en Corneliano. En 1814, tras la caída de Napoleón, la Universidad de Turín reabre sus puertas y el joven sacerdote prosigue sus estudios de Teología. En 1818, la soltura con la que defiende su tesis doctoral hace que se fijen en él los canónigos de la Santísima Trinidad, quienes piden recibirlo en su sociedad. Esa congregación de seis sacerdotes turineses presta servicio en la iglesia llamada Corpus Domini, edificada en el siglo xv para conmemorar un milagro eucarístico que había acontecido en ese lugar. Cottolengo no ambiciona semejante honor ; además, no ha nacido en Turín, que es lo que exigen los estatutos de la congregación. Sin embargo, hacen caso omiso de ello. El nuevo canónigo se distingue por ser servicial con todos ; se las ingenia para aligerar el trabajo de sus cofrades, en especial mediante su asiduidad en el confesionario y su entusiasmo a la hora de visitar a pobres y enfermos. Para él, no obstante, se trata solamente de una situación temporal.
« ¡ Gracia concedida ! »
En septiembre de 1827, un joven matrimonio, los Ferrario, al llegar de Milán con sus tres hijos pequeños, hace escala en Turín antes de dirigirse a Lyon. La esposa, embarazada de seis meses, siente entonces un grave malestar. En el hospital no quieren atenderla a causa de su avanzado estado de gestación. Tampoco la maternidad la acoge, pues todavía no está a punto de parir. Enloquecido y desamparado, el marido sólo encuentra un refugio para su esposa agonizante : el almacén de la comisaría de policía. Todos los cuidados parecen inútiles, por lo que hay que llamar a un sacerdote. Encuentran precisamente al padre Cottolengo, quien, lleno de pesar y con el corazón compungido ante la desesperación de esa familia, prepara a la joven madre para la muerte. ¿ Cómo es posible —se pregunta— que esa gran ciudad que es Turín, entonces capital de un reino, haya podido dejar que una enferma muera de ese modo ? Después de haber cumplido con su doloroso deber, se presenta ante el Santísimo Sacramento : « Dios mío, ¿ por qué ? ¿ Por qué habéis permitido que sea testigo de esto ? ¿ Qué queréis de mí ? ¡ Hay que hacer algo ! ». Tras levantarse, manda que suenen todas las campanas, que se enciendan todos los cirios y, acogiendo a los curiosos en la iglesia, exclama : « ¡ Gracia concedida ! ». Así pues, el padre Cottolengo se halla transformado por la certeza de que todas sus capacidades, en especial sus cualidades como gestor y organizador, se pondrán al servicio de los más necesitados.
Expone a sus cofrades su proyecto de fundar una modesta casa con algunas camas para los extranjeros que no pueden ser admitidos en los hospitales públicos. Al conceder su beneplácito, los canónigos no dudan de que acaban de lanzar una gran obra. Cuando ésta adquiera importancia, se las ingeniarán para ayudar en la medida de lo posible a su cofrade. Los comienzos son humildes, sin otros ingresos que la caridad. En enero de 1828 se alquilan dos habitaciones en la casa de la Bóveda Roja ; poco después, a medida que aumenta el número de enfermos, se añaden otras habitaciones. Se presentan colaboradores voluntarios : el doctor Granetti cura gratuitamente, el farmacéutico Anglesio dona medicamentos, unas “damas de caridad” hacen de enfermeras. Sin embargo, esas piadosas personas no están en condiciones de cumplir todas las tareas que requiere un hospital. Con la ayuda de una joven viuda, María Ana Nasi, Cottolengo instituye entonces unas “Hijas de la Caridad” sometidas a una regla, quienes reciben el nombre de Vicentinas.
La obra se ve rodeada de mucha benevolencia, pero el fundador se enfrenta también a numerosas críticas. Según dicen, se ha lanzado en proyectos cuya realización sobrepasa con evidencia sus medios. El entorno, los padres y los cofrades se preocupan y aconsejan que renuncie a esa alocada iniciativa ; los acreedores reclaman y amenazan ; en el arzobispado acusan al pobre canónigo de acaparar fortunas con el pretexto de socorrer a los pobres. Sin embargo, la prueba más dura viene del cólera, que alcanza el Piamonte en 1831. Tanto los propietarios como los vecinos se inquietan y mandan cerrar el pequeño hospital. Abandonado a la voluntad de Dios, el padre Cottolengo no ve en esa prueba más que una llamada a volver a empezar en otro lugar, pero a mayor escala. Mientras tanto, recoge en los locales vacíos a niñas abandonadas y crea una escuela. Pronto encuentra, en el norte de Turín, en la barriada de mala fama del Valdocco, una casita para alquilar que dedica a la Virgen el 27 de abril de 1832. Acaba de fundarse la Pequeña Casa de la Divina Providencia, que siempre conservará su humilde nombre de Piccola Casa. Se llama así —explica el fundador— porque, al compararse con el mundo entero, que es sin embargo una casa de la Divina Providencia, es seguramente una casa muy pequeña…, y porque no es una obra del hombre, sino una obra de la Divina Providencia, donde solamente Ella manda, guía y dirige ». En la entrada se halla inscrita esta frase de san Pablo, lema del padre Cottolengo : Caritas Christi urget nos — El amor de Cristo nos apremia (2 Co 5, 14).
Un socorro inmediato
Cottolengo repite de buen gusto : « No valgo para nada… Pero la Divina Providencia sabe ciertamente lo que quiere. No me resta más que seguirla : ¡ Adelante in Domino ! ». La Piccola Casa vive únicamente de la caridad de los bienhechores. Cuando le preguntan de dónde procede el dinero necesario para su local, el padre responde : « La Providencia me lo envía todo ». A este respecto se cuentan numerosas anécdotas. Cuando un acreedor que no consigue que le paguen se retira profiriendo frases llenas de ira, Cottolengo le invita entonces a acudir a rezar con él a la capilla. Mientras recitan las letanías de la Virgen, llega un sirviente que entrega a la hermana portera dos bolsas de monedas con estas sencillas palabras : « Dé gracias a la Divina Providencia ». Al devolver la deuda, el padre Cottolengo dice al acreedor : « ¡ Ya ves de qué manera la Virgen nos ha socorrido enseguida ! ». Hechos como éste son frecuentes en la Piccola Casa. La Virgen acudirá también a reconfortar al sacerdote después de una dura prueba, como lo confesó un día a sor Gabriela, testigo de la visita de una mujer muy noble y majestuosa.
El sacerdote prevé el alcance inaudito de la Piccola Casa. En unos meses compran y transforman tabernas y otros edificios situados a su alrededor, de manera que se forma una especie de pueblo, en el cual cada edificio recibe un nombre significativo : “casa de la fe”, “casa de la esperanza”, “casa de la caridad”. Se constituyen verdaderas comunidades de personas, de estilo familiar, formadas por voluntarios, hombres y mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las dificultades que se presentan. En 1833 se abren tres pabellones para los epilépticos y dos para los huérfanos. En 1834 dos nuevas casas acogen a los enfermos mentales, a los que el fundador denomina los “niños buenos”. Durante los años siguientes se acoge a los sordomudos, a los jóvenes con dificultades y a los niños abandonados, que son educados en todos los aspectos : « Estudiad bien el catecismo —pide el padre— y vivid según sus enseñanzas. El catecismo lo es todo : si se conoce bien, se sabe bastante ; si no se conoce, no se sabe nada ». Las casas están dotadas de talleres que permiten a los convalecientes evitar la ociosidad y aprender un oficio.
Cuando le recomiendan a un desdichado, Cottolengo responde : « ¡ Si no sirve para nada, lo admitimos ! ». Si se trata de un caso nuevo, el sacerdote funda una nueva “familia” de enfermos o de necesitados, y si le aconsejan prudencia él replica : « No es cosa nuestra buscar las causas de la enfermedad. Solamente sabemos que alguien está enfermo, y de un tipo de enfermedad que será rechazado en cualquier otro sitio. Así que es la Providencia la que lo ha enviado aquí ». Recomienda a sus colaboradores lo siguiente : « Debéis cuidar sobre todo a los más abandonados, a los más repulsivos, a los más inoportunos. Todos son perlas preciosas. Si comprendierais bien a qué personaje representan los pobres, los servirías de rodillas ». En efecto, le guía una profunda convicción : « Los pobres son Jesús, no su imagen. Son Jesús en persona y hay que servirlos como tales. Todos los pobres son nuestros maestros, y los que resultan tan repulsivos a la vista son todavía más nuestros maestros, pues son nuestros verdaderos tesoros ».
Relaciones de proximidad
«Principio fundamental de la obra de san José Benito Cottolengo —afirmaba el Papa Benedicto XVI— fue, desde el inicio, el ejercicio de la caridad cristiana con todos, que le permitía reconocer en cada hombre, aunque estuviera al margen de la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido que quien sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a manifestar desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de tantos sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de familia que sigue existiendo todavía hoy » (Turín, 2 de mayo de 2010).
La prematura muerte de María Ana Nasi, en 1832, no detiene el aumento del número de Vicentinas. Junto a ellas trabajan los padres de San Vicente. Por otra parte, el padre Cottolengo consigue fundar cinco monasterios de monjas contemplativas y uno de eremitas. En el de las monjas sordomudas, el Santísimo Sacramento se expone día y noche en adoración. El fundador considera esas casas de oración como las más importantes de sus realizaciones, como el “corazón” que debe batir por toda la Obra. También ve la luz un seminario para la formación específica de los sacerdotes de la Piccola Casa. En 1838 se funda una escuela de enfermeras profesionales. Después de rezar mucho, el padre Cottolengo decide abrir, en 1840, un asilo para las víctimas del libertinaje. Los arrepentidos, pronto en número de treinta, destacan por su fervor y mortificación. Contrariados, los libertinos envían al padre amenazas de muerte ; en varias ocasiones es molido a palos, y una vez acaba con una grave herida en el pecho, preludio de la lenta alteración de su salud.
Cada persona, en la Piccola Casa, tiene una misión muy precisa : hay quien trabaja, quien reza, quien sirve, quien instruye y quien administra. Pero sobre todo se reza mucho : enfermos, niños, religiosas a lo largo de todo el día en la capilla. La comunión de los santos no es, para el fundador, una noción abstracta.
Con motivo de su visita a la Piccola Casa, el Papa Benedicto XVI subrayó el papel de los enfermos : « Queridos enfermos, vosotros realizáis una obra importante : viviendo vuestros sufrimientos en unión con Cristo crucificado y resucitado, participáis en el misterio de su sufrimiento para la salvación del mundo. Ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor. Queridos hermanos y hermanas, todos los que estáis aquí, cada uno según lo que le corresponde : no os sintáis extraños al destino del mundo ; más bien sentíos teselas preciosas de un hermosísimo mosaico que Dios, gran artista, va formando día tras día, también mediante nuestra contribución. Cristo, que murió en la cruz para salvarnos, se dejó clavar en aquel madero para que de ese signo de muerte floreciera la vida en todo su esplendor. Esta Casa es uno de los frutos maduros nacidos de la Cruz y de la Resurrección de Cristo, y manifiesta que el sufrimiento, el mal, la muerte no tienen la última palabra, porque de la muerte y del sufrimiento puede resurgir la vida » (2 de mayo de 2010).
Otro espíritu
Cottolengo, que lleva una vida tan repleta de trabajos materiales, cura a los enfermos o juega durante el recreo con los jóvenes discapacitados mentales, posee sin embargo un alma de contemplativo, pues pasa noches enteras rezando. No toma ninguna decisión importante si no ha sido sopesada en la oración. Pide a sus “familias” que no busquen otra cosa más que la gloria de Dios y la santidad. « No está prohibido —dice— rezar por una cosa u otra, y la Iglesia nos ofrece un ejemplo de ello cuando nos insta a pedir los bienes terrenales. Pero lo que debe animarnos es otro espíritu. Nuestro Señor nos enseñó a buscar primero el reino de Dios y su justicia, por lo que el resto se nos concederá por añadidura. Para mí, el camino que hay que seguir es la confianza absoluta. No solamente hay que creer en la Providencia, sino que hay que echarse en sus brazos… La Providencia sabe mejor que nosotros lo que nos conviene ». Sin embargo, algunos días el cielo parece cubierto, y más de una vez Cottolengo se ve ahogado por las deudas, hasta el punto de que, importunado por los acreedores, debe presentarse ante la justicia. « Crees que estoy en un lecho de rosas —escribe a su hermano—. ¡ Pues no ! Si me escuchara a mí mismo, lo dejaría todo ; pero Dios espera esto de mí. ¡ Sería un desgraciado si dejara de trabajar ! Si me detengo, oigo los reproches de los pobres ». Cuando las donaciones disminuyen comenta : « Si la Providencia permite que nos falte alguna cosa, no es porque provenga de ella, sino que viene seguramente de nosotros ; hagamos examen de conciencia y veremos que seguramente hay algún pecado en nosotros ». Un día exclama en medio de un sermón : « El pecado está en esta casa. Está entre nosotros. Alguien de nosotros ha ofendido gravemente al Señor… Que se vaya enseguida o que se corrija y enmiende. En la Piccola Casa el pecado es una gran injusticia, una oscura ingratitud. ¿ Acaso no habitamos una casa que Dios aplasta todos los días bajo el peso de sus bondades, que ve todos los días cómo se renueva el milagro de la multiplicación de los panes ? ».
El padre Cottolengo no es un santo triste. Sonriendo, saltando, dispuesto siempre a la jocosidad, reparte la alegría a su alrededor. Los pobres hospitalizados en la Piccola Casa desean siempre su compañía : « Nos basta sólo con verlo —dicen—, su presencia nos consuela, y cuando, además, habla con nosotros, es una felicidad ». A las Vicentinas les recomienda : « Servís a Jesús en los pobres, en los enfermos, en los niños. En consecuencia, estad siempre alegres, pues sin ello parecería que recibís con desgana a nuestro buen Jesús ».
Una invitación desacostumbrada
En 1841 se declara en Turín una epidemia de tifus. Son numerosos los residentes de la Piccola Casa que se ven aquejados por ella, y la muerte se lleva a seis de los diez sacerdotes que atienden el centro. El padre se libra, entregándose sin miramiento. « Todo eso ocurre —dice— porque Dios quiere que me desapegue mucho más. Siento en mí algo desacostumbrado que me invita a subir al cielo. Es la hora de hacer el equipaje y de irse in Domino (hacia el Señor) ». Pero la Providencia vela : el fundador puede aguantar hasta que su sucesor, el padre Anglesio, el generoso farmacéutico de los comienzos, convertido en sacerdote, se haya recuperado completamente del tifus. Entonces, aquejado él mismo por la enfermedad y agotado, el padre Cottolengo se despide de cada una de sus “familias”, las bendice y les asegura su protección cuando haya llegado al cielo. Así pues, se retira a casa de su hermano, párroco de Chieri, cerca de Turín. Cuando le sorprende la muerte, el 30 de abril de 1842, tiene casi cincuenta y seis años. Sus últimas palabras son : « ¡ Misericordia, Domine ! (¡ Misericordia, Señor !). ¡ Buena y santa Providencia !… ¡ Virgen Santa, ahora os toca a vos ! ».
Tras ser beatificado en 1917, el “san Vicente de Paúl italiano” fue canonizado por Pío XI el 29 de abril de 1934. En la actualidad hay establecidas en Italia treinta y cinco filiales de la Piccola Casa. Los religiosos y religiosas de Cottolengo están presentes también en Suiza, Etiopía, Kenia, Tanzania, India, Estados Unidos y Ecuador.
No a todo el mundo se le concede emprender obras tan espectaculares, pero todos pueden contribuir con pequeños actos de caridad y obras de misericordia a propagar, allí donde la Providencia los haya situado, el amor de Dios y el conocimiento del verdadero y único Salvador Jesucristo. « Las obras de misericordia —enseña el Catecismo de la Iglesia Católica— son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna ; es también una práctica de justicia que agrada a Dios » (CEC, núm. 2447).
En la actualidad, cuando muchos de nuestros contemporáneos depositan su esperanza únicamente en los bienes terrenales, pidamos, mediante la intercesión de san José Benito Cottolengo, la gracia de buscar primero el reino de Dios y de confiar, para todo, en su divina Providencia. « Dios —decía el santo— responderá extraordinariamente a quien confíe extraordinariamente en Él ».
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