20 de Mayo de 2018
San Eugenio de Mazenod
Muy estimados Amigos:
A principios de agosto de 1847, el vicario apostólico de Ceilán (Sri Lanka) busca en Francia misioneros para su diócesis. « Diríjase a Marsella —le recomiendan—, pues allí hay un obispo con un corazón tan grande como el de san Pablo : grande como el mundo… Insista ante él que se trata de salvar a pobres almas, pobres, muy pobres… No podrá resistirse a esa palabra ». El prelado se presenta y expone su solicitud : « ¡ Vaya ! ¿ Cómo responder a su deseo ? » —replica Monseñor de Mazenod. El obispo de Ceilán no lo duda : « Pero, Monseñor, se trata de pobres almas, las más pobres, se lo aseguro… las más desdichadas de la tierra… Por piedad, envíeles misioneros ». Conmovido en su corazón, Monseñor de Mazenod abre los brazos y abraza a su colega llorando : « ¡ Enseguida los tendrá ! ».
Eugenio de Mazenod nace el 1 de agosto de 1782 en Aix, en el seno de la nobleza provenzal, del matrimonio entre Carlos Antonio, señor de Saint-Laurent du Verdon y presidente del Tribunal de Cuentas, y María Rosa Eugenia Joannis. Desde niño, Eugenio da muestras de un carácter poco común. Para obtener lo que desea no llora, sino que lo exige con un “¡ Quiero !”. A la edad de cuatro años, asiste con sus padres desde el palco a una obra de teatro. Indignado por la actitud de un espectador de la platea que silba continuamente a los actores, exclama alzando el puño : « ¡ Si bajo, verás ! ». Sin embargo, es de buen corazón y no duda en entregarse a los demás. Todavía joven, en el transcurso de una visita a unos amigos de la familia, a principios del invierno, se extraña de que no haya fuego en la chimenea. Le responden que son demasiado pobres para encenderla todos los días. Lleno de compasión, abandona precipitadamente la casa y regresa enseguida empujando con mucho esfuerzo una gran carretilla con leña que vuelca triunfalmente ante la puerta : « ¡ Aquí hay leña ; ahora ya pueden calentarse ! ». Otro día, intercambia su ropa con la de un pequeño carbonero que tirita de frío. Su madre lo reprende : « ¡ No conviene que el hijo de un presidente vista como un carbonero ! ». A lo cual responde : « ¡ Pues entonces seré un presidente carbonero ! ».
Terminar en un sacerdote
En 1789, Eugenio está interno en el Colegio Bourbon de Aix. Como quiera que la Revolución ronda, el presidente huye a Niza (entonces perteneciente al Piamonte) con su familia y sus hermanos : uno de ellos es noble caballero y capitán de navío, y el otro es canónigo, de nombre Fortunato, antiguo vicario general de Aix. A principios del curso escolar, en septiembre, el presidente envía a su hijo al colegio real de Turín, donde, a pesar de la desventaja inicial de la lengua, Eugenio es el primero de la clase. Muy pronto, empujados por los ejércitos de la Revolución, los Mazenod acaban también en Turín. Forman parte de los círculos de resistencia de la nobleza exiliada, con la esperanza de restaurar la monarquía, pero en 1794 deben huir de nuevo hasta Venecia. Para poder vivir, los hermanos Mazenod se hacen comerciantes, y Eugenio debe arreglárselas por sí mismo. Sin embargo, la Providencia vela por él : un santo sacerdote, el padre Bartolo Zinelli, le ayuda a seguir gratuitamente sus estudios y lo lleva a casa de sus propios padres, quienes lo reciben como a un hijo. La alternancia del estudio, de los ejercicios de devoción y de los entretenimientos honrados hace que el muchacho se mantenga alejado de relaciones peligrosas. El sacerdote le inculca este lema : « Nada contra Dios y nada sin Dios ». De ese modo, la vocación sacerdotal se despierta en Eugenio. Para ponerlo a prueba, su tío abuelo (ex vicario general de Marsella) lo interpela : « ¿ Acaso ignoras que eres el primer retoño de la familia y que debes propagar su linaje ? ». Algo ofendido, Eugenio responde : « ¿ Y qué ? ¿ Acaso no sería un honor para nuestra familia que terminara en un sacerdote ? ».
Los ejércitos de la República, conducidos por el general Bonaparte, siguen avanzando. En 1797, los Mazenod se ven obligados a huir hacia Nápoles y, luego, a Palermo. Para Eugenio, la vida junto a la nobleza siciliana resulta muy agradable. En medio de fiestas y mundanidades, retoma estudios sobre literatura e historia ; no obstante, al final de su estancia siciliana, las lecturas románticas han enfriado manifiestamente su fe. Tras el concordato firmado en 1801 entre Napoleón y el Papa Pío VII, Eugenio regresa a Francia al año siguiente. Una vez allí, diversiones ruidosas y mundanas agravan su malestar. Intenta casarse, pero ese proyecto no llega a buen fin. En 1807, Eugenio lee El genio del cristianismo de Chateaubriand, aunque la obra le parece superficial : « La fe cristiana no debe descansar en la arena movediza de las impresiones sentimentales —anota él mismo—, sino en la roca estable de las pruebas clásicas racionales ». A partir de esa perspectiva, se entrega al estudio para poder refutar sobre todo los argumentos jansenistas de un miembro de su familia. Un Viernes Santo, se le concede la gracia de la conversión : « Para desgracia mía, busqué la felicidad fuera de Dios —escribirá en unas notas de retiro espiritual—. ¡ Cuántas veces, en mi vida pasada, mi atormentado corazón se lanzaba hacia Dios, al que había dado la espalda !… Durante esa ceremonia, mi alma se lanzaba hacia el fin último, Dios, cuya pérdida sentía profundamente ». Tras una intensa deliberación, se orienta hacia el seminario Saint-Sulpice de París, escribiendo lo siguiente a su madre : « El Señor quiere que renuncie a un mundo en el cual es casi imposible salvarse, de tanto que reina la apostasía ; que me consagre para reanimar la fe que se apaga entre los pobres, para su gloria y para la salvación de las almas que rescató con su preciosa Sangre ».
Cuestión insoluble
Bajo la dirección del señor Émery, superior de la Compañía de sacerdotes de Saint-Sulpice, Eugenio hace rápidos progresos en ciencias eclesiásticas y en vida interior. Se obliga a una severa disciplina y abre su corazón a las clases sociales que consideraba ayer mismo como inferiores y de las que proceden muchos de sus condiscípulos. Su entusiasmo por las misiones se inflama en contacto con fervientes compañeros como Forbin-Janson, futuro obispo de Nancy y fundador de la obra de la Santa Infancia. Con motivo de las necesidades de la época, los estudios quedan reducidos a tres años, poniéndose el acento en la apologética (exposición de los fundamentos racionales de la fe) y en la moral. Dedicado a su futuro ministerio, Eugenio no busca adquirir la ciencia por sí misma. Al margen de uno de sus cuadernos de clase sobre los contratos, anota lo siguiente : « Todo esto me aburre », y, a propósito de una controversia sobre la manera de hacer eficaces los sacramentos, escribe : « Cuestión insoluble e inutilísima (del todo inútil) ».
Durante la cautividad que Napoleón impuso al Papa Pío VII y a la curia romana (1809-1814), Eugenio sirve de agente de enlace del padre Émery, alma de la resistencia católica. Eugenio confiará más tarde a un amigo obispo : « Siendo aún diácono, y luego joven presbítero, se me concedió consagrarme mediante informes diarios, a pesar de la activa vigilancia de una policía sombría, al servicio de los cardenales romanos, por entonces trasladados a París y perseguidos inmediatamente después a causa de su fidelidad a la Santa Sede. Los peligros a los que estaba expuesto quedaban compensados en mi alma por la felicidad de ser útil a aquellos ilustres exiliados y de inspirarme cada vez más de su espíritu ». Los maestros sulpicianos, que no esconden su oposición a las acciones del emperador, son expulsados del seminario, pero no lo abandonarán hasta haber nombrado secretamente a sus sustitutos : entre ellos se encuentra Eugenio, que realizará la función de director. Sin embargo, el joven diácono rehúsa ser ordenado sacerdote por el arzobispo de París, nombrado por Napoleón sin el acuerdo del Papa, y se dirige a un amigo de su tío abuelo, el viejo obispo de Amiens. Después de la ordenación, el 21 de diciembre de 1811, ese prelado le propone convertirse en su vicario general con derecho a sucesión, pero el nuevo sacerdote rechaza la oferta a fin de poder cumplir, durante un año, el cargo que sus maestros le han encomendado, y sobre todo para conservar la libertad de evangelizar a los pobres, según la divisa que más tarde adoptará : Pauperes evangelizare (cf. Lc 4, 18).
« Respetables hermanos »
El padre Mazenod regresa a Aix-en-Provence un año más tarde. Pronuncia su primer sermón en provenzal para que le comprendan los más humildes. Sus cálidas palabras inflaman los corazones : « ¿ Qué sois según el mundo ? Gente despreciada… Hermanos, queridos hermanos, respetables hermanos, a los ojos de la fe sois hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, herederos del reino eterno ». El joven sacerdote se centra muy seriamente en la educación de los niños, pues ve cómo crece una generación que ignora incluso el nombre de Dios. « La empresa es difícil —confiesa—, y no lo disimulo. Y no carece de peligros, pues me propongo nada menos que disgustar con todo lo que puedo las visiones siniestras de un gobierno suspicaz que persigue y destruye todo lo que no le secunda. Pero nada temo, porque deposito toda mi confianza en Dios ». Pronto se halla a la cabeza de una veintena de jóvenes a los que forma en la devoción bajo la apariencia del juego, y a los que ama como un padre. Su dedicación con los prisioneros es causa de que contraiga el tifus. Durante cuarenta días se encuentra a las puertas de la muerte, pero recupera la salud gracias a las plegarias de sus “niños”, quienes, con sus ahorros, encomiendan unas Misas levantándose una hora más temprano que de costumbre para asistir a ellas, sin que ello afecte a sus estudios.
En 1814, el imperio napoleónico se derrumba. Eugenio puede desarrollar por fin su obra en favor de la juventud y ser misionero en las parroquias rurales. En su corazón nace el proyecto de una comunidad que se dedicaría a las misiones populares, así como a la formación del clero. El 25 de enero de 1816, en colaboración con cuatro compañeros, funda los Misioneros de Provenza, instalándolos en un antiguo convento de carmelitas. La nueva comunidad está exenta de la jurisdicción de los párrocos, lo que suscita una reacción de una parte de ellos, quienes acusan de injerencia al padre Mazenod, ya que los jóvenes a los que evangeliza, y que entonces sobrepasan el número de trescientos, proceden de todas las parroquias. Pero el padre entiende que debe proteger a sus muchachos del desenfreno y de la irregularidad que reinan fuera.
Las misiones parroquiales se multiplican, y duran de cuatro a cinco semanas. Por la mañana, se enseña el Credo, los sacramentos, los mandamientos de Dios y el Padre Nuestro. Por la tarde, se predica sobre la muerte, el juicio, el infierno, el purgatorio y el cielo. Las confesiones ocupan a siete sacerdotes desde las cinco de la mañana hasta medianoche, y ello durante más de una semana. En ocho años se renuevan cuarenta parroquias. « La religión —afirma— estaba perdida en este país sin la misión, y esta triunfa ».
Pensar en las postrimerías nos ayuda a captar el reto de los actos que dejamos libremente en este mundo. Ahora es el momento de elegir entre el camino de la vida y el de la perdición eterna, como subraya san Pablo : No os engañéis ; de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará : el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción ; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna… Así que, mientras tengamos oportunidad, practiquemos el bien para con todos, pero especialmente con nuestros hermanos en la fe (Ga 6, 7-8, 10). Además, el Papa Pablo VI afirmaba : « Uno de los principios fundamentales de la vida cristiana es que debe vivirse en función de su destino futuro y eterno » (Audiencia del 28 de abril de 1971).
Dolorosa inacción
El joven sacerdote ha conservado, a pesar de su humildad, sus altos vuelos de aristócrata y un talante incisivo que le ocasionan enemistades tenaces. Sin embargo, se preocupa mucho por afianzar su obra, que sólo subsiste al amparo de un vicario general. Así pues, intenta conseguir una autorización real, pero resulta en vano. Se le ocurre entonces aprovechar sus relaciones parisinas para que su tío Fortunato sea nombrado para una de las sedes episcopales de Provenza, y que pueda apoyarla. Ante el hecho consumado, éste no osaría contrariar al rey rechazándolo. Y cuando todas las gestiones parecían en vano, Fortunato es nombrado finalmente obispo de Marsella. No obstante, deberá permanecer en el convento de los carmelitas de Aix-en-Provence durante cinco años, pues el gobierno contempla suprimir la sede episcopal de Marsella.
El 16 de agosto de 1818, el obispo de Digne convoca a los misioneros de Provenza para dirigir el santuario mariano de Nuestra Señora de Laus, en los Alpes. Esa nueva misión provoca la promoción de la Sociedad en Congregación ligada por votos, con objeto de garantizar la unidad de las dos casas. El padre Mazenod redacta sus Reglas, donde puede leerse lo que sigue : « La Iglesia, hermosa herencia del Salvador, que había adquirido al precio de toda su sangre, ha sido devastada en nuestros días de una manera cruel… Aparte del sagrado depósito que siempre se conservará intacto hasta el fin de los siglos, no queda del cristianismo más que las huellas de lo que fue. ¿ Qué hizo Nuestro Señor Jesucristo ? Eligió un cierto número de apóstoles y discípulos a los que llenó con su espíritu… y los envió a la conquista del mundo, que pronto sometieron a sus santas leyes. ¿ Qué debemos hacer a nuestra vez nosotros para conseguir reconquistar para Jesucristo a tantas almas que se sacudieron el yugo ? Trabajar seriamente para convertirnos en santos… tener únicamente como propósito la gloria de Dios, la edificación de la Iglesia, la salvación de las almas… y después, llenos de confianza en Dios, entrar en liza y combatir hasta la muerte para la mayor gloria de Dios. ¡ Qué noble empresa ! ».
En 1821, la comunidad adopta los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, y, a pesar de una crisis pasajera, se halla fortalecida. Se funda una tercera casa en Marsella, lo que atrae a novicios. En 1823, se decide mantener la sede episcopal de la ciudad y se confirma el nombramiento de Fortunato de Mazenod. Eugenio y su colaborador más próximo se convierten en vicarios generales de la diócesis. Ese cargo le obliga a realizar un arduo trabajo de despacho que le repele, pero lo ofrece al Señor en reparación de sus pecados, en medio de la amargura de hallarse lejos de las misiones. El 17 de febrero de 1826, las Reglas son aprobadas por el Papa León XII, que sanciona el nuevo nombre de la Sociedad : “Oblatos de María Inmaculada”. « Ese nombre satisface el corazón y el oído —escribe el superior a sus hijos—… Regocijémonos de llevar el nombre de María y su librea… ¡ En nombre de Dios, seamos santos ! ». En 1829, una grave enfermedad le conduce a las puertas de la muerte. Si bien se recupera, debe pasar la convalecencia en Suiza, donde la revolución parisina de 1830 le obliga a prolongar su estancia. Como quiera que las misiones parroquiales estaban entonces completamente prohibidas por el nuevo gobierno de Francia, toma la resolución de enviar a los oblatos a trabajar a las misiones lejanas, pues, según afirma, « una Congregación naciente necesita un toque de entusiasmo, pues la inacción sería mortal ».
« Mi felicidad y mi alegría »
En mayo de 1831, el consejo municipal de Marsella y el consejo general aprueban la supresión de la sede episcopal en cuanto quede vacante. Para evitar esa medida, Monseñor Fortunato de Mazenod obtiene del Papa Gregorio XVI la promoción de su sobrino al episcopado, con derecho de sucesión. Eugenio se dirige a Roma, donde es consagrado obispo el 1 de octubre de 1832. Se dirige a Dios en estos términos : « Nada me sucederá que no hayáis querido, y mi felicidad y mi alegría siempre serán cumplir vuestra voluntad ». De regreso a Francia, ejerce su ministerio sin haber sido nombrado por el rey Luis Felipe ; por lo tanto, es atacado por la administración. Él se defiende con denuedo ante los tribunales, pero la Santa Sede juzga preferible —cosa que le pide— que viva provisionalmente retirado. Aunque el golpe es duro, él se somete a ello con sufrimiento y se abandona en manos de la Providencia. En 1837, Monseñor Fortunato de Mazenod dimite, sucediéndole Eugenio como obispo de Marsella.
Durante su episcopado, que durará veintitrés años, Monseñor Eugenio de Mazenod se desvive por su pueblo, al que instruye directamente en provenzal, y por su clero, cuya formación supervisa personalmente. Invita a los sacerdotes a vivir en pequeñas comunidades. De 171 al principio de su episcopado, su número pasará a 378 unos veinte años más tarde. El prelado funda veintidós nuevas parroquias, edifica o renueva cuarenta iglesias, construye una nueva catedral, además de la espectacular basílica de Nuestra Señora de la Guardia, que domina la ciudad. Diez comunidades religiosas de hombres y dieciséis de mujeres son acogidas o instituidas en la diócesis. « Mi método consiste en secundar el entusiasmo de quienes quieren consagrarse a una vida de perfección… Aunque esas diversas asociaciones no duraran más que la vida de quienes se consagran a Dios, resultaría siempre una gran ventaja ».
Favorece la adoración eucarística y restaura la liturgia romana en su integridad. Monseñor de Mazenod toma también parte activa en la lucha por la libertad de la enseñanza secundaria, que, desde la Revolución Francesa, está monopolizada por la Universidad, laica y dominada por los anticlericales. El obispo estima « que si la juventud francesa continúa siendo educada por la Universidad, llegará un día en que la fe habrá casi perecido en Francia ». Entendiendo que ese reto es de capital importancia, se inscribe en el movimiento por la libertad de la enseñanza junto a obispos como Monseñor Pie y Monseñor Dupanloup, de publicistas como Louis Veuillot y Montalembert. Intenta federar a los obispos a fin de sacarlos de su comedimiento y conducirlos a una acción común : « ¡ Nada de protestas aisladas ; que todas estallen a plena luz ! Solamente el recurso de todo el episcopado a la publicidad » puede llamar la atención de las autoridades y forzarlas a pronunciarse definitivamente. Los periódicos, más que nunca, son « en la actualidad, el mejor medio de hacerse oír ». Subraya que los obispos no son « unos subordinados que reclaman humildemente al poder » un favor, sino los « defensores » y los « guardianes, hacia y contra todo, de los derechos y de los intereses de la Iglesia ».
El Concilio Vaticano II recordó para nuestro tiempo ese derecho a una justa libertad de enseñanza : « Es preciso que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es el de educar a los hijos, tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas. El poder público, a quien pertenece proteger y defender la libertad de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar distribuir las ayudas públicas de forma que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos… El Estado debe promover, en general, toda la obra escolar, teniendo en cuenta el principio de que su función es subsidiario y excluyendo, por tanto, cualquier monopolio de las escuelas, que se opone a los derechos nativos de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la misma cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos » (Declaración Gravissimum educationis, 6).
Las misiones más difíciles
Mediante una labor paciente en sí mismo, el obispo de Marsella se emplea en poner disciplina en su difícil carácter, gobernando su diócesis con preclara sabiduría y firme bondad. Al mantener su cargo de superior de los Oblatos de María Inmaculada, aprovecha las ocasiones que se le presentan para multiplicar sus centros en Francia, en Gran Bretaña y en Irlanda. Entre 1841 y 1847, envía a sus hijos a América del Norte, especialmente a las regiones todavía inexploradas de Canadá, a Asia (Ceilán) y a África (Natal), ya que su ardor por la salvación de las almas le empuja a aceptar la misiones más difíciles. Por todas partes, los oblatos dan a conocer la obra misionera de su padre fundador, tanto en las parroquias como en los seminarios. Las personas afluyen, de tal modo que se cuentan ciento quince postulantes el año 1847-1848. En 1861, Monseñor de Mazenod puede contar con 414 oblatos, 6 de ellos obispos, en acción en cuatro continentes, a pesar de 69 defunciones ya acaecidas. El fundador ha dado impulso a su magnífica congregación, sin omitir dotarla de los marcos jurídicos y humanos necesarios para que subsista sin él. Permanece próximo a sus hijos mediante la correspondencia y, sobre todo, ante el Santísimo Sacramento : « Allí es donde nos reencontramos » —les escribe, lleno de agradecimiento por su dedicación. Ama a cada uno de ellos con un inmenso amor que solamente se explica por un prodigio del Corazón amoroso de Jesús. Quebrado por los años y los trabajos, el obispo de Marsella soporta su última enfermedad con valentía, antes de morir el 21 de mayo de 1861. Fue canonizado por san Juan Pablo II el 3 de diciembre de 1995.
El testamento que san Eugenio de Mazenod legó a sus hijos espirituales es también una luz que ilumina nuestros pasos : « Practicad bien entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad, y, fuera, el ardor por la salvación de las almas ».
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