12 de diciembre de 2014

San Edmundo Campion

Muy estimados Amigos:

Londres, 20 de noviembre de 1581. El tribunal acaba de dictar sentencia: el padre Edmundo Campion y varios de sus cómplices, considerados culpables de alta traición, son condenados a la horca y a ser descuartizados. Campion canta su gozo: «Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur (A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos)». Su cofrade Sherwin prosigue: Hæc est dies quam fecit Dominus, exultemus et lætemur in ea (Ese es el día que el Señor hizo, sea para nosotros día de alegría y felicidad)». Campion, con el rostro tranquilo, declara con nobleza en nombre de todos: «No tenemos miedo a la muerte. Sabemos que no somos dueños de nuestras vidas… Lo único que debemos decir ahora es esto: que, al condenarnos, condenáis a vuestros propios antepasados –a todos los antiguos sacerdotes, obispos y reyes–, a todo lo que fue en otro tiempo la gloria de Inglaterra, la Isla de los santos, el hijo más abnegado de la Sede de Pedro. Pues, ¿qué hemos enseñado –incluso si lo calificáis con el odioso término de traición–, qué hemos enseñado que todos ellos no hayan predicado? Ser condenado por haber hablado como esas mentes privilegiadas –no solamente de Inglaterra, sino del mundo entero– es a la vez un gozo y una gloria para nosotros».

San Edmundo CampionEdmundo Campion nace en Londres el 25 de enero de 1540. A la edad de nueve o diez años, empieza a trabajar como aprendiz con un comerciante. Sin embargo, al ver sus capacidades intelectuales, sus padres deciden inscribirlo en la escuela para que estudie gramática. Sus excepcionales aptitudes hacen que unos años más tarde, el 30 de septiembre de 1553, sea designado para pronunciar el discurso de rigor con motivo de la procesión de la coronación de la reina María Tudor. En 1557, el joven Edmundo es admitido como alumno en el colegio San Juan Bautista que acaba de fundarse, donde adquiere una maestría en la palabra que le valdrá ser considerado como el hombre más elocuente de su época.

Un “diamante de Inglaterra”

En 1558, la reina María muere, sucediéndole Isabel Tudor. Durante los primeros años de su reinado, hace gala de cierta tolerancia religiosa, pero, después, la soberana impondrá con mano de hierro y en todo el reino la religión anglicana, compromiso entre el regalismo cismático de Enrique VIII y el protestantismo luterano. Se exige a los estudiantes, en el momento de superar el bachillerato, que reconozcan mediante juramento la soberanía espiritual de la reina. Las aptitudes del joven Campion le han aportado el gusto por el éxito y los aplausos, y por eso consiente en prestar ese juramento. En 1566, recibe el título de maestro en artes. En Oxford, llega a ser un profesor tan apreciado que sus alumnos se enorgullecen de llamarse “Campionists”. Con motivo de una visita de la reina a la universidad, es elegido para tomar la palabra ante ella. La soberana queda favorablemente impresionada por el discurso, y el secretario de Estado, sir William Cecil, no duda en denominar a Campion como uno de los “diamantes de Inglaterra”. Edmundo ejerce durante un tiempo en la universidad la función de censor, lo que le sitúa inmediatamente después del vicecanciller. El favor del mundo no impide que el joven sea igualmente apreciado por sus virtudes: pureza, humildad y modestia.

En su corazón, Edmundo es católico y desaprueba la nueva religión. Su alma se debate entre el éxito que le ofrece el mundo y la voz de su conciencia, pero contemporiza. Un encuentro le alienta a ello: el que mantiene con el obispo de Gloucester, Richard Cheney, quien es el único entre los obispos isabelinos que quiere permanecer fiel a la fe de sus padres; sin embargo, éste no rompe con la Iglesia anglicana, aplicándose a conservar su obispado con la esperanza de ejercer una buena influencia. Animado por ese mismo espíritu de compromiso, en primavera de 1569, Edmundo acepta recibir la orden del diaconato en la Iglesia anglicana. A partir de ese día, le invade un remordimiento que le desasosiega. A pesar de las presiones que ejercen diversas personas, rechaza constantemente ser ordenado presbítero anglicano y solicita permiso para abandonar el país durante algún tiempo. En septiembre de 1570, deja Oxford y se dirige a Irlanda.

En Dublín, Campion puede practicar libremente la fe católica. Aprovecha algunos meses de tranquilidad para escribir una Historia de Irlanda. No obstante, la reina de Inglaterra consigue imponer la dominación anglesa y el anglicanismo en la Isla de Esmeralda. Campion, buscado por las autoridades inglesas, decide regresar de incógnito a su país natal, por lo que se embarca en un navío con destino a Inglaterra. Unos oficiales ingleses suben a bordo y anuncian que buscan a un tal Edmundo Campion. Aterrorizado, ni siquiera intenta ocultarse y, mientras dura el registro, espera pacientemente en el puente, invocando a san Patricio, cuyo nombre ha tomado prestado para no ser reconocido. De entre todos los pasajeros, es el único a quien no registran, atribuyendo esa protección al gran apóstol de Irlanda.

El colegio de Douai

De regreso a Inglaterra, Edmundo se encuentra con un país en llamas, pues la excomunión de la reina por parte del Papa san Pío V, así como la insurrección de los católicos en el norte, han provocado una sangrienta persecución. Ante esa situación, Campion decide dirigirse, en junio de 1571, al colegio inglés de Douai, ciudad española de Flandes que pasará a ser francesa un siglo más tarde. Ese colegio había sido fundado en 1568 con el objetivo de formar a los jóvenes ingleses en la educación católica que ya no podían recibir en el suelo patrio; allí, Campion coincide con antiguos amigos. La formación intelectual que se imparte es muy sólida. El estudio de las Sagradas Escrituras reviste una importancia primordial, a fin de que los estudiantes estén preparados para responder a los protestantes, quienes pretenden basar su fe únicamente en la Biblia. Durante el reinado de Isabel, el colegio de Doaui formará a 450 sacerdotes, 135 de los cuales morirán mártires. Edmundo pasa dos años en ese lugar. El ambiente propicio del colegio le lleva a arrepentirse de haber recibido el diaconato en la Iglesia anglicana. Consciente de la gravedad de su pecado, abraza una vida de pobreza y penitencia, no tardando en solicitar su ingreso en una orden religiosa. Su elección recae en la Compañía de Jesús.

En la primavera de 1573, se dirige a Roma, donde pide ser admitido como novicio jesuita, siendo aceptado y encomendado a la provincia de Austria. El tiempo de noviciado, que es de dos años, se inaugura con un mes de retiro según los Ejercicios Espirituales; después, el novicio pasa un mes en un hospital al servicio de los enfermos y otro mes de peregrinación viviendo de limosnas; finalmente, se le encomienda que catequice a los niños y a los ignorantes durante un mes. En el transcurso del verano de 1575, una vez cumplido el noviciado, Edmundo profesa los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia. Tras completar sus estudios, recibe de manos del arzobispo de Praga, en 1578, las órdenes sagradas del diaconato y del sacerdocio.

Sin embargo, Edmundo no ha perdido de vista su patria, donde la persecución hace estragos. En una aparición, la Virgen le revela que él derramará su sangre por la fe. En Douai, desean enviar a sacerdotes ingleses a Inglaterra, con objeto de socorrer a los católicos que han permanecido fieles a la fe de su Bautismo. Los padres Edmundo Campion y Roberto Persons, designados para esa peligrosa misión, se dirigen primero a Roma. El 18 de abril de 1580, un grupo de doce ingleses, tres de ellos jesuitas, abandona la Ciudad Eterna tras haber recibido la bendición del Papa. El 31 de mayo, llegan a Reims, donde había sido transferido dos años antes el colegio de Douai. Las últimas noticias de Inglaterra demuestran que la isla se ha convertido en una morada extremadamente peligrosa para los sacerdotes católicos. Pero Campion está decidido: «He realizado la libre oblación de mí mismo a Dios, para la vida y para la muerte, y confío que me concederá la gracia y la fuerza de ser fiel a ella, y es todo lo que deseo».

A fin de no despertar sospechas, los sacerdotes pasarán a la isla cada uno por su cuenta. En junio de 1580, Edmundo desembarca en su suelo natal por primera vez desde hace nueve años. Los espías del gobierno proliferan por todas partes, y son muchas las personas dispuestas a entregar a los sacerdotes. Un caballero católico encarcelado por la fe convence a los dos jesuitas de expresar por escrito los motivos de su llegada a Inglaterra, con el fin de asegurar su defensa legal en el caso de que fueran apresados y conducidos ante un tribunal. Campion redacta entonces un texto conocido con el nombre de “Desafío de Campion”, donde el jesuita declara haber venido a Inglaterra con el único deseo de reconducir a la fe católica a los fieles que se hayan alejado de ella, y solicita poder explicarse ante las autoridades y la propia reina, a los que espera además convertir a la fe de sus antepasados.

Alcanzar al “verdadero Jesús”

La fe, nos dice el Papa Francisco, «tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al “verdadero Jesús” a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del “yo” individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación… El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe» (Encíclica Lumen fidei, 29 de junio de 2013, núm. 38).

De hecho, el escrito del padre Campion caerá pronto en manos de los hombres de ley, y será considerado como una provocación para un debate religioso público. El poder, sin embargo, rechaza ese debate, que supondría un riesgo a la hora de cuestionar la pertinencia de la reforma religiosa impuesta en Inglaterra. Los teólogos anglicanos temen a los jesuitas, cuya ciencia y talento como controversistas conocen bien.

En octubre de 1580, los padres Persons y Campion se encuentran cerca de Londres para estudiar la situación y elaborar un plan de acción. Persons permanecerá cerca de Londres y Campion, cuyo nombre está en boca de todos desde que se conoció su “desafío”, recorrerá los condados que todavía no ha visitado. Los dos jesuitas se separan emotivamente, pues la reina acaba de dictar contra ellos una orden de detención personal. El Parlamento inglés agrava las penas contra los delitos relacionados con la religión, declarando que la conversión a la fe católica y la recepción de la absolución por parte de un sacerdote católico son actos de traición merecedores de las penas más graves.

Diez razones

Con el objetivo de fortificar la fe de los católicos del reino, Campion redacta un libro que se publicará en junio de 1581 con el título de Rationes decem (Diez razones). En él, el autor aporta diez razones fundamentales por las cuales el protestantismo no puede ser verdadero, desarrollando cinco grandes temas: la Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia, los Concilios, la visibilidad de la Iglesia y las incoherencias de los enfoques protestantes. La Sagrada Escritura –resalta– nos fue concedida por la Iglesia, quien, bajo la luz del Espíritu Santo, discernió qué libros fueron inspirados por Dios. Ahora bien, los protestantes rechazan algunos libros de la Biblia recibidos desde hace siglos en la cristiandad. Así por ejemplo, Lutero califica la epístola de Santiago como «epístola de paja», porque afirma, en contra de la doctrina luterana, que la fe no basta para salvarse, sino que también hay que realizar buenas obras. Con respecto a los Padres de la Iglesia, Campion aporta varios ejemplos de rechazo de su autoridad por parte de los reformadores. Demuestra que la enseñanza de los Padres conduce al catolicismo y que, si no se acepta, ni siquiera se puede ser cristiano.

Campion muestra a continuación que los reformadores nunca aceptaron tomar parte en el concilio de Trento (1545-1563), a pesar de ser invitados, y que rechazan el testimonio de los concilios ecuménicos. «Si el Espíritu de Dios brilla en la Iglesia –escribe–, el momento más favorable para enviar su auxilio divino es ciertamente cuando la mayor madurez de juicio, cuando la mayor ciencia y sabiduría y cuando la dignidad de todas las Iglesias de la tierra se reúnen juntas en una ciudad». Finalmente, según los protestantes, la verdadera Iglesia de Cristo ha permanecido oculta durante muchos siglos y, en consecuencia, la Iglesia, en esencia, no sería ni visible ni identificable. Para los católicos, al contrario, la Iglesia de Cristo es por naturaleza una sociedad visible y fácilmente reconocible por todos. Es la ciudad situada en la cima de un monte que debe iluminar el mundo y que, por ello mismo, no puede permanecer oculta (cf. Mt 5, 14). En la última parte del libro, el jesuita atrae la atención sobre las numerosas contradicciones de los reformadores. Así, mediante su doctrina de justificación sólo mediante la fe, Lutero afirma que el cristiano es a la vez justo ante Dios y soberanamente detestable, puesto que sus pecados no son perdonados sino solamente escondidos. Calvino, a su vez, mediante su doctrina sobre la predestinación, hace que Dios sea responsable de la condenación. El libro de Edmundo Campion conoció un gran éxito y fue traducido a numerosas lenguas. Sigue editándose aún en la actualidad.

Poco tiempo después de esa publicación, mientras que Persons retorna a Francia, Edmundo acepta la invitación apremiante de una familia católica de Lyford. Pero, una vez allí, un traidor lo denuncia, siendo capturado el 17 de julio de 1581 y trasladado a la Torre de Londres unos días más tarde. La reina y su gobierno están persuadidos de que él y los demás jesuitas son agentes del papado y de las potencias extranjeras enviados a Inglaterra para derrocar la corona anglesa. Primero, el padre Campion es encerrado en una celda minúscula donde no puede permanecer de pie, ni tumbarse; después, es aislado por completo en una habitación iluminada solamente por una pequeña abertura situada en lo alto de un estrecho conducto.

Una resistencia a toda prueba

El 25 de julio, comparece ante tres miembros del consejo del reino, quienes lo reciben con cortesía y le preguntan sobre las verdaderas razones de su venida a Inglaterra. El jesuita afirma que sus motivos son puramente religiosos, en absoluto políticos, y reconoce a la reina Isabel como soberana legítima del reino. De resultas de esa entrevista, se hace correr la voz que el prisionero está a punto de renunciar al catolicismo para hacerse anglicano; se le ofrece incluso un obispado. Pero, ante su resistencia, se le somete a tortura para saber si es cómplice de los esfuerzos de España para derrocar a Isabel, así como para conseguir que revele el nombre de las personas que le han albergado o han recurrido a su ministerio. Se sabe, gracias a una carta privada escrita el 6 de agosto por un miembro del gobierno, que Campion había rehusado toda confesión. No obstante, el consejo del reino manda que se difunda por todas partes la noticia de que el prisionero ha denunciado a todos sus cómplices y que incluso ha revelado el contenido de las confesiones que ha oído. La reputación de Edmundo se resiente gravemente.

Las autoridades pretenden también mostrar ante el mundo que su libro Rationes decem no es conforme a la verdad del Evangelio. Hasta en cuatro ocasiones, el padre debe enfrentarse a teólogos anglicanos, quienes se esfuerzan en refutar sus escritos. El acusado no dispone ni de medios para prepararse (no se le concede ningún libro salvo la Biblia, mientras que sus adversarios tienen libertad de consultar todas las obras teológicas), ni la posibilidad de plantear preguntas a sus contradictores. Además, se encuentra físicamente agotado a causa de las torturas que ha padecido. En uno de esos debates, la tortura lo ha reducido a tal impotencia que ni siquiera puede levantar los brazos; uno de los asistentes, en un gesto de caridad cristiana, le lleva a los labios un vaso de agua. Edmundo consigue, sin embargo, responder a todas las preguntas y poner en aprieto a sus adversarios. Demuestra, en especial, que, al rechazar la autoridad de la Iglesia, los reformadores son ahora incapaces de entenderse sobre las verdades de la fe.

San León Magno afirmaba: «Si la fe no es una, no es fe», lo que el Papa Francisco, en su encíclica Lumen fidei, comenta del siguiente modo: «¿Cuál es el secreto de esta unidad? La fe es una, en primer lugar, por la unidad del Dios conocido y confesado… La fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús… Por último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia… Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la fe» (núm. 47 y 49).

La asistencia del Espíritu Santo

Algunos testigos afirmarán que la lucidez de las respuestas de Campion, a pesar de la debilidad de su cuerpo, constituye por ella misma una prueba tangible de la asistencia del Espíritu Santo. Numerosos católicos asistentes a la confrontación se darán cuenta de que las informaciones difundidas para mancillar la reputación del padre son falsas.

La motivación religiosa de la condena de Edmundo y de sus compañeros se pone de manifiesto mediante su propio testimonio: «Nos ofrecieron liberarnos si íbamos al templo para oír sermones y la predicación de la Palabra». Sin embargo, condenar a muerte por sus convicciones religiosas a un hombre universalmente conocido habría escandalizado a toda Europa. Por eso intentaban hacerle confesar que no reconocía la legitimidad de la reina Isabel y que había tomado parte en intrigas políticas contra el reino. Incluso se fabricó artificialmente un documento para probar que, en compañía de varios católicos, Campion no solamente había rehusado la soberanía de Isabel, sino también que había participado en un complot para asesinarla.

El 20 de noviembre, festividad de san Edmundo, rey y mártir, tras solamente una hora de deliberación por parte del tribunal, el padre Campion y sus cofrades son condenados a muerte. El viernes 1 de diciembre, tres de ellos (los padres jesuitas Edmundo Campion, Ralph Sherwin y Alexander Briant) son conducidos fuera de la Torre de Londres. Edmundo saluda a la multitud: «¡Que Dios os salve a todos! ¡Que Dios os bendiga y haga de todos vosotros buenos católicos!», y luego se arrodilla, mirando al este, y reza como Jesús en el Calvario, diciendo: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum (Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu)». Poco antes de morir, reza el Credo y el Padrenuestro. Finalmente, le sugieren que pida perdón a la reina, pero él responde: «¿En qué la he ofendido? En eso soy inocente. He rezado por ella y lo sigo haciendo ahora». Y añade estas últimas palabras: «Muero como verdadero católico».

Durante el pontificado de los Papas León XIII y Pío XI, 199 mártires ingleses y galeses fueron beatificados, de entre los cuales fueron canonizados 40 por Pablo VI en 1970; la festividad de estos últimos se celebra cada año el 25 de octubre. Entre ellos, Edmundo Campion brilla por su eminente inteligencia, su contagiosa bondad, su ardorosa energía y su dulzura. Era un hombre de talento, pero también un gran santo que renunció a una hermosa carrera mundana para sufrir con Cristo. Había aprendido la humildad del fundador de su orden, san Ignacio de Loyola, para quien la cima de esa virtud y de la unión a Dios se alcanza cuando se desea «oprobios con Jesucristo lleno de oprobios, antes que honores, y ser considerado como hombre inútil e insensato, por amor a Jesucristo, que fue el primero en ser considerado como tal, antes que pasar por hombre sabio y prudente a los ojos del mundo» (Ejercicios Espirituales, 167).

Que este santo mártir nos consiga la gracia de un celo ardiente por la verdad, a fin de que también nosotros podamos rendirle homenaje y manifestar de ese modo al mundo la caridad de Cristo.

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