11 de Febrero de 2011
Beata Juana Emilia de Villeneuve (Hermanas azul de Castres)
Muy estimados Amigos:
Binta es una adolescente africana musulmana que vive en Guinea. Un día del año 1994 ingiere sosa cáustica. Es trasla- dada a Barcelona (España), donde se salva gracias a una operación, y luego es alojada en una residencia de las «Hermanas Azules». Pero los médicos descubren enseguida una enorme úlcera, una peritonitis y una hemorragia estomacal. A pesar de una nueva y larga operación quirúrgica, el pronóstico es categórico: «Ya no se puede hacer nada» –afirma una enfermera. Incluso se prepara el certificado de defunción. Las Hermanas Azules empiezan una novena a su fundadora, Emilia de Villeneuve, y colocan en la mano de la joven el retrato de Emilia, además de una de sus reliquias. De repente, Binta abre los ojos y, sin que los médicos puedan explicárselo, se restablece pronto. Después de veintitrés días de inconsciencia, se levanta sola y regresa a la residencia de las Hermanas, completamente curada. Este milagro permitió la beatificación de Emilia de Villeneuve, que tuvo lugar el 5 de julio de 2009 en Castres (Tarn, Francia).
Emilia de Villeneuve ve la luz el 9 de marzo de 1811 en Toulouse, en una de las familias nobles más antiguas del Languedoc. Le han precedido dos hermanas en el hogar: Leoncia y Octavia. Cada verano, la familia se traslada al castillo de Hauterive, cerca de Castres. En 1815, tras el nacimiento de un niño, Ludovico, la familia se instala en Hauterive. La señora de Villeneuve se encarga de la instrucción y educación de sus hijos, a pesar de una salud precozmente delicada a causa de los sufrimientos provocados por la Revolución. Su esposo está abstraído por la gestión de sus tierras, que recorre en todas direcciones dirigiendo labores y cosechas. En el castillo, la disciplina es estricta: sin lumbre en las habitaciones; silencio en la mesa; en el salón, los niños son relegados al fondo de la estancia y tienen prohibido hacer ruido. En contrapartida, en el parque pueden explayarse completamente. La autoridad materna, a la vez firme y flexible, después de haber enseñado los principios cristianos de una conducta justa y buena, se apoya mucho en la confianza.
La diferencia de edad entre Emilia y sus hermanas provoca cierto distanciamiento, dejándola en una especie de aislamiento; sus años de infancia trascurren en medio de una insensibilidad desconcertante: «Un corazón que parecía no sentir nada, una mente fría, desprovista incluso de esa amabilidad de los pequeños razonamientos tan graciosos de la infancia» –dirá de ella Coralie, una de sus amigas. Hay que añadir a ello un rasgo de su carácter del todo excepcional a esa edad: un amor apasionado por la exactitud, por las cosas realizadas a la hora indicada. Su madre le encarga muy pronto que enseñe los rudimentos de la instrucción a su hermano pequeño, y Emilia sabe cómo ingeniárselas, sin brusquedades, para que ese hermano revoltoso le obedezca. Ella misma manifiesta un gusto creciente por el estudio.
Sensible pero cerrada
En 1825, la señora de Villeneuve fallece tras una dolo- rosa agonía. Emilia se muestra insensible, acostumbrada como está a no exteriorizar sentimientos aunque sean reales, pues, como ella misma confiesa, se siente inclinada «a la sensibilidad y a la ternura». Pero esa actitud denota un drama íntimo: le ha faltado la ternura materna, concentrada sobre todo en las dos hermanas mayores, por lo que la joven se ha encerrado en sí misma. Con motivo de su primera comunión en enero de 1826, no demuestra nada, excepto su fervor. Poco después el señor de Villeneuve es nombrado alcalde de Castres, por lo que confía a sus hijos a su propia madre, que vive en Toulouse. Aquella señora, muy mayor y ciega, les deja una libertad casi total. Su salón es un lugar de reunión para toda la ciudad, y Leoncia y Octavia están encantadas: gustan y el mundo les gusta. En cuanto a Emilia, a pesar de su magnífica cabellera rubia, no consigue atraer: «Su gran estatura y delgadez carecían de gracia –afirma Coralie« Su vista excesivamente corta le confería un aspecto torpe, incluso a veces maleducado, y provocaba un parpadeo que confería algo extraño a su fisonomía».
Octavia fallece en 1828, a la edad de veinte años. Toda la familia está en llanto, excepto Emilia, a la que los familiares consideran como un «leño». Sin embargo, ese acontecimiento provoca en ella un efecto sorprendente: «Entonces empezó para Emilia una nueva existencia –escribe Coralie« Una caridad indescriptible, un amor tierno e intenso animaron en adelante todos sus actos. Se deleitaba rezando y frecuentando los sacramentos y, cuando algunos amigos amables y piadosos venían a ver a su abuela, ella se acercaba a ese círculo y los escuchaba con avidez, sobre todo cuando hablaban de Dios y de las cosas del Cielo». Su corazón, encerrado en sí mismo durante mucho tiempo, se entrega más enteramente a Dios y, por Él, a las almas.
A finales de noviembre de 1829, Leoncia contrae matrimonio. Emilia se convierte entonces en ama de casa en el castillo de Hauterive, medio abandonado desde hace algunos años. Su padre dimite en 1830 de su cargo de alcalde de Castres, pero multiplica sus actividades agrícolas. Emilia consigue poner todo en orden en poco tiempo, gracias a su gran aptitud para gobernar, lo que satisface enormemente a su padre. A Ludovico, por su parte, le irrita la seriedad de su hermana: «A tu edad y en tu posición –le dice–, adoptar una vida tan retirada es absurdo. Y tus amigas son tan ridículas como tú, no tenéis sentido común. Fuera de los sermones o de las solemnidades de la Iglesia no tenéis ninguna diversión». Emilia acude a Misa todas las mañanas. Comparte con los pobres toda la pensión que le da su padre, visita a las jóvenes, les da clases y les asiste en sus enfermedades. El padre Leblanc, jesuita residente en Toulouse, la guía en su vida espiritual.
Una atracción irresistible
Al cumplir veintitrés años, Emilia confiesa a Coralie: «No me voy a casar« pero lo que me atormenta es una vocación por la que siento una atracción irresistible, y el padre Leblanc aún no quiere pronunciarse« Siento deseos de consagrarme a los pobres en la admirable sociedad de las Hijas de San Vicente de Paúl». Cuando, por fin, el padre Leblanc aprueba su proyecto, su gozo es inmenso. Sin embargo, el señor de Villeneuve, y su familia con él, pide un aplazamiento de cuatro años. El padre Leblanc aconseja a su pupila que acepte esa demora; así pues, prosigue sus actividades, secundando tanto al párroco que sus amigas la llaman «el señor vicario». Un día llega una carta del señor de Barre, ferviente cristiano que reza mucho en las iglesias y ocupa el tiempo aliviando la miseria de los pobres. Durante la Misa ha tenido una inspiración: Emilia debería instaurar en Castres una casa dirigida por religiosas para encargarse de la educación de los niños cuyos padres no pueden darles educación por sí mismos. Después de algunos meses de discernimiento y de oraciones, el padre Leblanc concluye que Dios quiere esa obra. El señor de Villeneuve, tranquilizado por la idea de que su hija no se alejará demasiado de él, da su consentimiento, aprobándolo también el arzobispo de Albi.
La ayuda económica paterna permite que Emilia pueda comprar una casa en Castres. Bautiza la sociedad que funda con el nombre de «Congregación de la Inmaculada Concepción», y el hábito de las Hermanas será azul. Junto a dos compañeras, se dirige a la Visitación de Toulouse para seguir un mes de noviciado. El 8 de diciembre de 1836 tiene lugar en Castres la toma de hábito, la profesión religiosa temporal y la instalación de las tres hermanas en su casa, en presencia del arzobispo. Emilia toma el nombre de sor María. Las primeras Reglas definen el objetivo de la nueva congregación: la educación de los niños abandonados, el servicio a los pobres y a los prisioneros y la instrucción y formación profesional de las jóvenes. El 19 de marzo de 1837 se inaugura un taller con capacidad para treinta alumnas, pero muy pronto la institución es acusada de competencia desleal por parte de las modistas de la ciudad. La población, que se había mostrado muy favorable a las Hermanas cuando se instalaron, se vuelve con acritud contra sor María mediante habladurías malintencionadas e incluso calumnias. También el clero se deja impresionar, pero el padre Leblanc anima a las Hermanas a seguir adelante.
«Soy tan débil«»
A finales de 1837, la ola de críticas ya ha pasado y son admitidas cuatro postulantas. A principios del año siguiente, el municipio de Castres confía a las Hermanas el cuidado de las prisiones. El 1 de mayo de 1838, la comunidad se instala en el antiguo seminario menor. La hermana María se ocupa de cada una de las alumnas con afectuosa solicitud y ellas se sienten atraídas por la paz que despide su persona. Ella misma, en unos escritos íntimos, desvela algunos aspectos de su vida espiritual: «Oh, Dios mío, Creador y Salvador mío, os hago ofrenda de mí misma, la más completa y perfecta que pueda hacer« No pido que me mandéis cruces y grandes pruebas, porque soy tan débil que no sé si, después de haberlas pedido, las podría soportar como es debido« Abandono, confianza, eso es todo para mí». Su divisa es «¡Dios solo!».
En el transcurso del año 1840, aparecen grandes dificultades en la comunidad: algunos malos ejemplos conllevan cierta relajación. La madre María de Villeneuve no fuerza nada; solamente reza. Una organización todavía imperfecta no permite que la formación religiosa que imparte produzca todos los frutos. Decide separar a las novicias de las religiosas que ya han profesado, y luego emprende la redacción de unas Constituciones que serán aprobadas por el arzobispo de Albi a finales de 1841. La superiora general debería ser elegida por tres años, pero las Hermanas consiguen del arzobispado que su fundadora sea superiora de por vida. Ella ejerce sobre sus hijas una labor llena de delicadeza y de discreta vigilancia, captando enseguida sus incertidumbres, tribulaciones y penas, y consigue hallar inmediatamente la frase que conviene para conducirlas a la serenidad. Pone el mayor empeño en no desviarse en nada de la regla común y desea, de vez en cuando, poder barrer su celda o fregar los platos.
A partir de abril de 1841, la madre adquiere un terreno para construir la casa madre de la Congregación. Pero la llama de amor divino que inflama su corazón la impulsa hacia las misiones lejanas: «El deseo de promover el amor a Jesucristo y de servirlo en sus miembros no se ceñirá solamente a los límites de Francia. La Congregación tiene además como objetivo consagrarse a la hermosa obra de las misiones extranjeras, sobre todo a las misiones de los negros, y generalmente de los pueblos más despreciados y más abandonados. En cualquier lugar donde la voz del pobre o del huérfano las llame, allí acudirán ellas sin dudarlo».
Sin Dios no hay esperanza
El 11 de mayo de 2008, el Papa Benedicto XVI recorda- ba la necesidad fundamental que tenemos de Cristo: «Cristo es nuestro futuro« Sin Cristo, la humanidad se encuentra «sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2, 12), sin esperanza por estar sin Dios» (Encíclica Spe salvi, 3). En efecto, «quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida» (Ibíd., 27)« Así pues, es un deber imperioso de todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico. Y san Pablo afirmaba: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16)» (Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones). Un año después, el Papa añadía: «El objetivo de la misión de la Iglesia es en efecto iluminar con la luz del Evangelio a todos los pueblos en su camino histórico hacia Dios, para que en Él tengan su realización plena y su cumplimiento. Debemos sentir el ansia y la pasión por iluminar a todos los pueblos, con la luz de Cristo, que brilla en el rostro de la Iglesia« La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo« Está en cuestión la salvación eterna de las personas, el fin y la realización misma de la historia humana y del universo» (29 de junio de 2009).
En 1842, la madre María de Villeneuve entra en contacto con el padre Libermann, fundador de los Misioneros del Sagrado Corazón de María. Se establece un proyecto de colaboración entre las Hermanas de Castres y los Padres Misioneros. A principios de junio de 1843, la madre se dirige a París para intentar conseguir del gobierno la aprobación civil para abrir escuelas municipales, aunque resulta en vano. Allí se encuentra con el padre Libermann. «Prefiero –escribirá– sus conversaciones a sus cartas« Nuestras opiniones siguen concordando de una manera extraordinaria. Es un hombre lleno del verdadero espíritu de Dios, de una prudencia consumada, y aún no he encontrado a nadie que me haya inspirado tanta confianza». De regreso a Castres, la fundadora constata que los gastos que se necesitan para construir el convento sobrepasan los recursos. Para obtener los fondos necesarios, las Hermanas se proponen hacer penitencia durante cuarenta días. La madre acepta, pero orientando primero a sus hijas hacia la conversión interior. El 30 de abril de 1844, la comunidad se instala en el convento ya finalmente terminado.
En julio de 1846, la madre María funda un refugio para acoger a las mujeres cuya extrema miseria ha abocado al vicio. «Las Hermanas que la obediencia consagre a esta importante obra deberán estar imbuidas de un sagrado celo y de un verdadero espíritu de fe –escribe en las Constituciones–; en esas pobres almas, las Hermanas considerarán menos el vergonzoso estado en que las ha reducido el pecado que la Sangre divina que es su rescate y Nuestro Señor, del cual son los miembros y al que son llamadas a amar y glorificar, quizás con mayor perfección que ellas mismas, durante toda la eternidad« Es muy importante que las Hermanas no demuestren, para con las penitentes, cualesquiera que sean los errores que deban reprocharles, ni impaciencia, ni repugnancia hacia su sociedad, ni desprecio hacia sus personas. Antes al contrario, las tratarán siempre con una dulzura y afecto llenos de santidad».
Pero la madre sigue pensando en las misiones lejanas. Se prevé una primera salida de cuatro religiosas hacia África para el 22 de noviembre de 1847; otras tendrán lugar en 1849 y 1850. El padre Libermann prodiga a las Hermanas sabios consejos: «Sin pensarlo, intentamos que las gentes de la región asuman conductas y maneras propias de Europa« Pero hay que hacer lo contrario: dejar que los indígenas actúen según las costumbres y hábitos que les son naturales, y perfeccionarlos animándolos mediante los principios de la fe y las virtudes cristianas, y corrigiendo lo que puedan tener de defectuoso». Por encima de todo, el padre exhorta a las Hermanas a cultivar una paciencia a toda prueba.
La fuente
El Corazón de Jesús, en el cual pone toda la confian- za la madre María, es la fuente donde «se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo» (Benedicto XVI, 11 de mayo de 2008).
En noviembre de 1847, la madre de Villeneuve se dirige a Amiens para retomar un antiguo proyecto muy querido por el padre Libermann: instalar un noviciado para las misiones en la aldea de Saint-Pierre, cerca de la ciudad. Hay allí una joven señora y una antigua religiosa que desean una orden tercera. Se considera la posibilidad de unir el noviciado de la Inmaculada Concepción con la futura orden tercera. En la práctica, las dificultades que se presentan son tales que la madre se ve obligada a abandonar esta implantación en mayo de 1851. El padre Libermann fallece el 2 de febrero de 1852, y su sucesor desea que la madre retome ese proyecto de fundación. A causa de todo ese tiempo de indecisión, y dolorosamente afectada por las dificultades que surgen por todas partes, tanto en las misiones como en Castres, la fundadora atraviesa una época especialmente turbulenta en la que pierde el sueño y el apetito. Cuando se encuentra sola, o cree estarlo, se deja llevar por lágrimas que traicionan su profunda sensibilidad, pero también su cansancio. Felizmente, ese estado no dura demasiado y, enseguida, la madre recupera la serenidad, la calma y la valentía habituales. Decide entonces atenerse a fundar un internado en París sin recuperar el proyecto de Saint-Pierre, y regresa a Castres a finales de junio de 1853.
En su sencilla vida espiritual, la madre de Villeneuve intenta sobre todo cumplir la voluntad de Dios. «Cuando hablamos, actuamos o escribimos por el bien de un alma, a causa de un asunto importante –decía a sus hijas–, no debemos proponernos tanto el bien de esa alma o el éxito de ese asunto, sino únicamente la voluntad de Dios, no queriendo en lo que nos proponemos más que sus intenciones, aunque con frecuencia sean distintas de las nuestras». Además, concede gran importancia a la oración: hay que acostumbrarse «a conversar con Jesús en medio de las ocupaciones, rezar de corazón durante el ir y venir por la casa». Ella misma aprecia los momentos en que se encuentra sola con Dios. Sin embargo, su vida espiritual transcurre a menudo en medio de la aridez de la fe pura, y habla con experiencia cuando escribe a una de sus hijas: «No se inquiete de su estado interior, que, según me dice, es algo tenebroso. Dios se halla en todas partes, incluso en las tinieblas y quizás más aún». Y a otra le aconseja: «Debe temer siempre un poco la ilusión y preferir que sea la fe desnuda e insípida la que dicte su conducta« Desconfíe de esos deseos tan elevados de perfección; conténtese con desear que se cumpla la voluntad de Dios« Siento temor por usted y por las demás acerca de la vía de los consuelos, y prefiero la fe sola, las tinieblas, las cruces al fin y al cabo».
Una singular humildad
Dos meses después de su regreso a Castres, la madre de Villeneuve sobresalta a sus hijas presentando su dimisión como superiora general. Las razones que invoca se resumen de este modo: la sed ardiente que experimenta de practicar la obediencia hasta en las cosas más pequeñas; la ventaja que supone para la Congregación, que un día u otro se verá privada de su conducta; el temor de que sus hijas la obedezcan más por causa de la confianza y del tierno afecto que por el de la fe y del puro amor de Dios. Por encima de todo, la madre no se considera en absoluto necesaria, ni siquiera deseable, para el puesto de superiora. No sin sufrimientos, el capítulo general de septiembre de 1853 ratifica su decisión. Sin embargo, dispuesta como está a aportar su ayuda a la nueva superiora, la fundadora asume los cargos de asistenta general y de maestra de novicias, que llevará discreta y eficazmente. Este ejemplo de humildad y de desprendimiento es ciertamente para su Congre–gación una fuente sin igual de fecundidad.
Hacia finales de 1854, el cólera se expande por el sur de Francia y alcanza la ciudad de Castres. Una epidemia de sudor anglicus (enfermedad febril contagiosa) se desencadena en el mismo período. La madre de Villeneuve emprende una verdadera cruzada de plegarias y suscita una atmósfera de confianza. El cólera no penetra en el convento de las Hermanas, pero la fundadora es víctima del sudor anglicus y, el 7 de septiembre, debe permanecer en cama. A principios de octubre, su estado se agrava y el capellán le suministra la Extremaunción. Poco después entrega su alma a Dios, mientras las Hermanas recitan las plegarias para los moribundos.
La Congregación de las Hermanas Azules de Castres cuenta en la actualidad con más de seiscientos miembros repartidos en 123 comunidades, y está presente en Europa, África, América del Sur y Asia.
En una homilía para nuevos obispos, el 21 de septiembre de 2009, el cardenal Hummes, prefecto de la Congregación para el Clero, decía: «La Iglesia sabe que existe una urgencia misionera en todo el mundo, pero no sólo «ad gentes» (a favor de los paganos)« sino también en los países del mundo cristiano« Todos nuestros países son ahora tierra de misión en el sentido estricto de la palabra« Es necesario alzarse e ir, primero, al encuentro de todos los bautizados que se han alejado de la participación en la vida de nuestras comunidades y, después, hacia todos aquellos que poco o nada conocen a Jesucristo ». El 6 de enero de 2008, el Papa Benedicto XVI recordaba en el mismo sentido que «todo cristiano está llamado a iluminar, con la palabra y el testimonio de su vida, los pasos de los hermanos« Con la luz que lleva dentro de sí, puede y debe ayudar a quien se encuentra a su lado y tal vez no logra encontrar el camino que conduce a Cristo».
Que la beata Emilia de Villeneuve consiga para nosotros la gracia de ser verdaderos evangelizadores, apasionadamente comprometidos en propagar por todas partes el Reino de Dios.
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